No es solo vestir distinto, también es pensar distinto.
Por Anaís Cabrera Fernández
En el mundo actual, donde reina la rapidez en todos los sentidos, la ansiedad y la productividad —que se escapa de llamarse a sí misma explotación incluso en la autogestión — marcan el ritmo de nuestros días.
Vivimos en un sistema donde, si la ropa no me sirve, la boto. Un sistema de constante “detox”, claro, solo accesible para quienes mucho tienen. Despertamos cada mañana con un “haul”, un “mega haul”, acompañado de un GRWM protagonizado por una sola prenda —que costó más de lo que es sensato— y que será estilizada una sola vez, porque eso implica estatus.
Nos miramos al espejo para descubrir que nuestro skincare ya no es suficiente: necesitamos 15 pasos más, vitaminas, un night shred, mouth tape, gomitas de melatonina, una máscara de luz infrarroja e incluso intervención estética o quirúrgica, porque envejecer parece una pesadilla.
Aunque mi intención como autora de esta columna no es ser agresiva, los datos hablan por mí, y no planeo silenciarlos:
El fast fashion genera una enorme cantidad de desechos textiles, llegando a 92 millones de toneladas al año que terminan en vertederos.
Los desechos plásticos son otro grave problema ambiental. En promedio, el número de usos de las prendas ha disminuido sustancialmente: actualmente, muchas se usan solo entre siete y diez veces antes de ser desechadas, según datos de Earth.org.
Además, se estima que cada año se tiran 8 millones de toneladas de plástico a los océanos, según la UNEP.

Como era de esperarse, las marcas conocen nuestros hábitos de consumo. Esto las ha llevado a duplicar la producción de ropa desde el año 2000. Sin embargo, la ropa actual también desperdicia más: se estima que un 15 % de la tela utilizada en la fabricación se desperdicia, y muchos textiles no pueden reutilizarse.
Aunque pueda parecer esperable, no te apunto a ti. Las empresas deben ser responsables de las emisiones y residuos que generan, y tomar medidas concretas para reducir su impacto ambiental.
Aun así, los consumidores también debemos ser conscientes de nuestro consumo y preguntarnos: ¿realmente necesito esas seis poleras de baja calidad? Invito a observar la industria local, a sus proveedores, diseñadores, emprendedores.
Consumir con conciencia no significa privarnos, sino aprender a elegir con responsabilidad. Apoyar a la industria local, optar por prendas de mayor calidad y durabilidad, reparar en lugar de desechar, cuestionar nuestras decisiones de compra y entender el verdadero costo detrás de una prenda son actos de resistencia frente a un sistema que normaliza el desperdicio.
El cambio no recae solo en el consumidor, pero nuestra mirada crítica y nuestras decisiones diarias sí tienen poder. Preguntémonos: ¿a quién estoy apoyando con mi compra? ¿Qué impacto tiene lo que visto?
Transformar la manera en que consumimos no es una tendencia, es una necesidad urgente.
Que linda columna, muy interesante y cierta, me parece importantísimo aprender de aquello y tomar conciencia al respecto. Felicidades a la autora, una columba espléndida.